Una letra de cambio impagada, detonante de un chantaje de trágicas consecuencias urdido por un gigoló nihilista, levantará los tejados de la alta sociedad barcelonesa de los años treinta –la que todavía frecuentaba el Colón y la Maison Dorée, jugaba a encanallarse en el Gambrinus o La Criolla y asistía, con una mezcla de desdén y pánico, a los cambios provocados por la Exposición Universal y el paso de la dictadura a la República–, revelando un universo decadente de aristócratas arruinados, entretenidas de oropel, parvenus impresentables y asfixiante miseria moral.

En 1932, el irrepetible Josep Maria de Sagarra –el poeta más popular de Cataluña, el traductor de Dante y de Shakespeare, el dramaturgo más aplaudido y el periodista más leído de su tiempo– se encerró durante dos meses en la biblioteca del Ateneo para demostrar que la «Gran Novela Catalana» era posible, y lo consiguió: Vida privada se convirtió en el mayor éxito novelístico de la época; obtuvo el Premio Creixells de aquel año, vendió más de cinco mil ejemplares... y ocasionó un escándalo equiparable al de Plegarias atendidas de Truman Capote, que le valdría a su autor, aristócrata de nacimiento, la excomunión de todos aquellos que se reconocieron en las páginas del libro.

Su pluma, cargada con la misma gasolina que gastaba Paul Morand, perfumada con el volátil alcohol de monóculo de Valery Larbaud, a caballo entre la evocación proustiana y la crónica contrapuntística a la manera de Huxley, levantó acta de las convulsiones de su tiempo y compuso la elegía de su perdida patria espiritual: el ochocentismo, que por azares de la historia perduraría en la sociedad barcelonesa hasta el fin de la Gran Guerra, y cuya esencia cristaliza en el personaje más emblemático del libro, Pilar de Romaní, condesa de Sallent, cuya muerte cierra la historia y clausura una época.

Pese a su deslumbrante prosa y su gran altura literaria, Vida privada fue calificada de «escandalosa e inmoral», y no fue autorizada por la censura franquista (y con no pocos cortes) hasta bien entrada la década de los sesenta, para ser descubierta por una generación de novelistas (Juan Marsé, Vázquez Montalbán, Terenci Moix, Eduardo Mendoza, Félix de Azúa y un largo etcétera) que no dudó en reivindicarla como lo que es: un clásico incontestable de la novelística europea.

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Josep Maria de Sagarra

Josep Maria de Sagarra i de Castellarnau (Barcelona, 1894-1961) fue uno de los hombres de letras más completos y prolíficos de su tiempo. Entre su amplia obra poética cabe destacar Cançons d’abril i de novembre (1918), El comte Arnau (1928), La rosa de cristall (1933), Àncores i estrelles (1936), Entre l’equador i els tròpics (1938) y El poema de Montserrat (1950). Como dramaturgo, autor de una cincuentena de piezas dramáticas, obtuvo algunos de los más grandes éxitos del teatro catalán: La filla del Carmesí (1929), La corona d’espines (1930), L‘Hostal de la Glòria (1931), El cafè de la Marina (1933). Traductor de Dante (La divina comedia), Pirandello, Molière, Goldoni y las obras más representativas de Shakespeare, articulista (su sección «L’Aperitiu» era una de las más leídas en la Barcelona de preguerra) y crítico teatral, su obra narrativa se inicia en 1919 con Paulina Buxareu, a la que sigue, en 1928, All i salobre, que ocasiona un considerable escándalo, en nada comparable, sin embargo, al terremoto que en la aristocracia catalana produjo Vida privada (1932), muy similar al que en el Nueva York de los setenta ocasionó la aparición de Plegarias atendidas de Capote. Tras esta obra capital, Josep Maria de Sagarra publicaría La ruta blava (1942), un extraordinario libro de viajes en la línea del mejor Paul Morand, y sus impresionantes Memorias (1954), unánimemente consideradas –al igual que Vida privada– como una de las más altas prosas catalanas del siglo.

Foto © Archivo de La Vanguardia

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